Educar desde Cristo, como Don Bosco
(Una mirada al Sistema Preventivo)
El trabajo con adolescentes y jóvenes es, en
ocasiones una tarea muy gratificante, o puede llegar a ser una tarea muy ardua
y difícil que no deja ninguna ganancia, y en ocasiones se escucha: es como
“arar en el mar”. Son expresiones que de alguna manera muestran el sentir de
algunos educadores de antes y de hoy. Quizás éstas surgen de alguna concepción
de juventud, del preconcepto o de las expectativas que se tenga de ella, o
también de la experiencia que se haya tenido con los jóvenes.
En algunos ambientes de la educación formal también
se suele hablar de la dificultad que representa trabajar con adolescentes, y de
la indefensa exposición en que se encuentra un docente en estos días frente a
los alumnos.
Suele ocurrir también que, los que trabajamos o
hemos trabajado en colegios salesianos, nos llenamos la boca y hablamos con una
autoridad inapelable del famoso sistema que utilizó Don Bosco. Hacemos
referencia al «Sistema Preventivo»,
y creemos que al haber dicho estas dos palabras hemos resumido toda la
experiencia salesiana de Don Bosco, que esa experiencia está condensada en
nosotros y que somos los auténticos custodios del método, pero generalmente nos
olvidamos (o ignoramos) que es fruto de medio siglo de experiencia, y que
demandó todo el esfuerzo y la entrega de este Santo varón.
Es indudable que el Sistema Preventivo ocupa un lugar central en todos los emprendimientos
que realizara Don Bosco, especialmente en aquellos a favor de los jóvenes.
Sobre este cimiento se edifica toda su obra, con ideas aparentemente nuevas,
que guardan una estrecha consonancia con las más puras enseñanzas del
Evangelio, traducidas por la experiencia de su propia vida.
Es mi interés volver la mirada hacia algunas ideas
fundantes que puedan ayudar a entender lo que es este tan evocado sistema, y
que –repito– muchos de nosotros mencionamos, quizás sin conocerlo o
comprenderlo mínimamente.
Estas líneas son reflexiones que surgen de los
mismos escritos de Don Bosco, y de
haberlos confrontado con mi experiencia de animador, preceptor y profesor; y
que hoy fuera de la casa salesiana o de la escuela salesiana, en un ambiente
distinto y asumiendo un nuevo estilo compruebo que las intuiciones de Don Bosco
son aún válidas hoy, y son válidas en todos los jóvenes (o la mayoría) con los
que me he encontrado, aún sin conocer ellos el estilo salesiano y sin mencionarlo
explícitamente. Reflexiones que buscan ayudar a plantearnos este tan mencionado
sistema, que en suma es un estilo de ver y entender la vida y la docencia.
El Sistema Preventivo
Hay dos maneras de educar a la juventud, asegura Don
Bosco. La primera, muy utilizada, consiste en asegurar el orden, castigando la
falta apenas se comete, según una escala definida de sanciones. Con este
sistema el educador parece decir al joven: «quedate
quieto, no molestés, no rompas la “armonía” exterior, porque si lo hacés te
sanciono». Don Bosco observa sabiamente que este método florece, se impone
en los cuarteles y hasta es usado con y por personas cuya edad supone la
plenitud de la razón.
Muy distinto es el segundo sistema: No se preocupa
de obtener por la fuerza, ni por miedo al castigo, el orden (que es necesario
para la tranquilidad y beneficio de los jóvenes, del educador, y para la
educación). Se busca el orden únicamente para evitar a toda costa la ofensa a
Dios, pero en definitiva se busca el desarrollo de la madurez personal apoyada
en valores morales y cristianos, se busca que sean buenos ciudadanos siendo
buenos cristianos.
Este sistema preventivo, como se lo llama, en
oposición al otro, el sistema represivo (que funciona a base de castigos), se
esfuerza en contrarrestar el mal desde sus fuentes, evitando o neutralizando la
ocasión de pecar. Del mismo modo que la ciencia, que confía más en evitar la
enfermedad que en la medicina, prefiere prevenir antes que curar.
Toda la creatividad y todo el esfuerzo del educador,
debe estar dirigido a impedir al joven, por la asistencia constante, que haga
algo que atente a su propia dignidad o a la de otros. El educador debe impedir,
en lo posible, toda ocasión de pecar, haciéndole saber al joven que no está
solo, que en todo momento está acompañado, que esta compañía es para ayudarle
en lo que necesite, y así para ayudarle a no pecar.
Se logra que un alumno se sienta acompañado pero no
vigilado, observado pero no espiado, si el docente “está” siempre entre sus
jóvenes, pero no como vigilante, no solamente como profesor sino como un padre
que no deja solos a sus hijos, hasta que hayan sido totalmente educados en la
libertad. Hago énfasis en el “está” porque la presencia del docente comienza
siendo física, y desde allí otras presencias, afectivas, amistosas, paternales,
etc. que no se dan si no está físicamente presente.
Desde esta perspectiva estos sistemas son totalmente
opuestos. El primero consiste en el miedo a la autoridad y su castigo (y se
hace visible cuando se comete la falta); mientras que el segundo se apoya en la
mirada afectuosa, en la sana y buena familiaridad, en el amor, que trata
insistentemente que no se cometa falta alguna, más aún en que el joven no tenga
ocasión de cometerla.
El primero mantiene al superior alejado de los
alumnos, en un aislamiento que abandona sólo para castigar; lo obliga a
presentarse con rostro frío, con actitud reservada y capaz de inspirar temor,
creando así universos paralelos donde maestros y alumnos existen sin “peligro”
de encontrarse. Se apoya sobre todo en una especie de “código penal” en el que
se observa que las sanciones previstas son tan duras y pesadas que aplastan al
joven para quitarle las “ganas” de volver a faltar a la norma; éstas se aplican
automáticamente y sin contemplaciones, sin distinción de personas, según lo
exija la escala de sanciones; se lleva cuenta y se recuerdan permanentemente
las faltas cometidas.
Este método conduce a resultados muy curiosos, a
veces controvertidos y discutibles. Este sistema, como salta a la vista, no
alcanza el ideal de la conversión de los corazones, ¡ni siquiera lo pretende!
Por otra parte y desde una mirada diametralmente
opuesta, el sistema Preventivo desea y promueve fervorosamente establecer entre
el educador y el alumno un contacto estrecho, familiar, íntimo, del cual
brotarán una honesta y bien intencionada cordialidad y una confianza ilimitada.
Con este fin, los alumnos, educadores y superiores están juntos en el recreo,
en los patios, en los corredores, en la biblioteca, en la capilla: se baja del
pedestal de autoridad y se ubica
respetablemente, sin perder su rol, al nivel del joven; y lo envuelve con una
mirada atenta pero afectuosa, mirada que sabe abrir los ojos, pero también sabe
cerrarlos; no excluye el gesto afectuoso, ni la palabra cordial, ni los gestos
oportunos de verdadera paternidad; rompe decididamente las barreras que, un
respeto mal entendido intentó levantar entre maestros y alumnos.
De esta manera el educador puede cambiar, con sus
actitudes personales, las percepciones que tiene el alumno del docente y de la
educación. Puede conseguir que el alumno lo redescubra como persona, encuentre
que al docente también le gusta divertirse, y finalmente –que es lo más
importante– descubra que la verdadera intención del docente es el bienestar del
alumno.
De este modo el joven comprenderá que el docente lo
acompaña, que está para ayudarle a resolver dudas, para enseñarle, para hablar
de cosas intrascendentes y también de cosas importantes. Así podrá generarse
una relación de confianza en la que no sólo habrá juegos y estudio, sino que
podrá el alumno hablar confiadamente de sus preocupaciones, de sus inquietudes,
de sus proyectos y hasta de sus problemas. El docente podrá demostrar su
preocupación y su interés por el bien del alumno. Así con el tiempo y ayuda del
docente, el alumno podrá descubrir la presencia amorosa de Dios que siempre lo
acompaña.
«Desdichada
la casa –escribía Don Bosco en 1884, cuatro años antes de morir– en donde los superiores sean tenidos como
superiores y no como padres, como hermanos, como amigos. Donde se les teme,
¡pero no se los ama!».
Un Camino de Conversión es Necesario
Frente a esto podría surgir una objeción (que también escuché):
«en esa situación el prestigio y hasta el lugar del educador corre riesgo de
perderse, el docente va a perder su autoridad, porque ese entrevero va a
permitir a los jóvenes, que todo lo vigilan, miden y escrutan, descubrir las
debilidades, los límites y hasta los defectos de sus docentes».
Ante este planteo, yo pregunto: ¿Acaso es preferible hacer
desaparecer todo rastro de espontaneidad de los muchachos y chicas? ¿Llevarlos
a vivir hipócritamente usando caretas, cuidando las apariencias? ¿Obligarlos a
mostrar lo que el superior desea ver? ¿Realmente deseamos que aprendan a decir
y hacer lo que es “políticamente correcto” para evitar castigos o conseguir lo
que desean sin haber reflexionado si es lo mejor para ellos?
Propongo oponer a este planteo uno de los pensamientos del mismo
Don Bosco: «Aunque los padres vivan y estén con sus hijos de la mañana a la
noche, tienen ellos un medio para salvar su prestigio: ser santos.
Efectivamente, muchos se esfuerzan para llegar a ser mejores».
En este orden de ideas, estoy plenamente convencido que, un papá
que es capaz de jugar con sus hijos, de bromear con ellos, de estar “tirado” en
el suelo para divertirse con ellos, es un papá que va ganando libertad frente a
sus hijos, va ganando su afecto y confianza, a los cuales puede -cuando sea
necesario- llamar la atención con más facilidad y llega a conseguir mejores
respuestas de sus hijos, porque responden desde el afecto y no desde el temor.

Quizás por la experiencia personal, de padres, de salesianos
consagrados y religiosos que fueron y son así, es que tengo esta convicción,
que está en sintonía con el pensamiento de Don Bosco, y por eso la analogía entre
padre y docente no se hace esperar en mí, y pienso que el docente o superior
que está en el patio junto a sus jóvenes en el recreo y que comparte con ellos
ese tiempo, también va ganando su afecto y confianza, y hasta una mejor
disposición dentro del aula, porque los alumnos saben que el docente, el
adulto, también está en el patio donde pueden hablar de otras cosas, que a la
larga pueden ser tan importantes como la clase dentro del aula.
Durante años la educación autoritaria intentó dominar clases,
cursos y escuelas con el látigo en la mano, y aún hoy existen personas que
siguen intentándolo. Pero continuar con este método es aceptar la idea de que
los niños y jóvenes no son seres pensantes, sino que son “como animales” que
sólo se los puede domesticar y amaestrar. Por desgracia reprimir es algo muy
fácil de hacer y sabemos que este método no necesita esfuerzo de aprendizaje.
Pero para prevenir efectivamente el mal, se necesita de todo
nuestro esfuerzo, nuestro afecto, nuestra atención y nuestra humildad.
Casualmente en esto radica la grandeza de este método, que ofrece efectos
dobles, ya que forma juntamente a quien educa y a quien es educado, al padre y
al hijo, al docente y al alumno, al superior y al empleado. El alumno no
progresará en docilidad si el maestro no crece en caridad. Con este trabajo
continuo de perfeccionamiento personal, con los esfuerzos que haga cada día el
educador por ser más paciente, más dueño de sí mismo, más generoso en tiempo y
en calidad de entrega, conseguirá la inestimable alegría de ver que su alumno
obedece por amor y no por miedo a las sanciones.
Se puede decir que no es un sistema muy cómodo de aplicar, pero
el mismo Santo nos dice: «Entendamos, es muy cómodo para los alumnos, muy
eficaz y muy apreciado por ellos; pero claro está, bastante penoso para el
educador. No obstante, estas dificultades pronto quedarán vencidas si el
maestro se dedica con esfuerzo a su tarea».
Dice esto porque sabe el costo de vivir con este método, pero
sabe también de sus frutos, y por eso el Santo prometía a quienes lo adopten
como estilo de educación y de vida, cuatro resultados seguros: sus alumnos
sentirán un gran cariño por ellos y los recordarán así toda su vida; ninguno
por difícil o malo que sea empeorará bajo sus cuidados; el vicio y su contagio,
cuando sea neutralizado por este cuidado atento, se detendrá en las puertas de
la casa que adopte este sistema; y finalmente, ganados los corazones, los
lugares más ocultos y olvidados del alma abrirán sus puertas y se dejarán
transformar por este amor.
Nuestra Presencia es necesaria
En la conocida “Carta del 84”, el Santo de los Jóvenes relata
dos escenas, una de ellas es fruto de vivir el sistema preventivo, y otra de no
vivirlo. Esta comparación nos sirve como termómetro, y nos ayuda a descubrir en
lo cotidiano, si institucionalmente vivimos o no el sistema preventivo.
La carta del 84 demuestra en palabras del mismo Don Bosco el
efecto de uno y otro sistema, y muestra también como un patio cualquiera, aún
un patio salesiano puede, por la ausencia de los educadores, convertirse en un
ambiente claramente represivo.
Llamo la atención sobre esta carta para que recordemos que, no
basta con estar en un colegio salesiano para que el ambiente sea preventivo.
Para que lo sea necesita la opción consciente de serlo, y para ello necesita de
algunos puntos de partida importantes como lo son: creer que los jóvenes
necesitan de nuestra presencia amistosa y paterna, creer que la valoran; creer
que todos los jóvenes son los predilectos del Padre Dios quien los puso en
nuestro camino para su crecimiento y cuidado, confiar y creer en los jóvenes.
Es cierto que este sistema es efectivo, pues lo demuestran años
de experiencia en Valdocco y en otras tantas casas salesianas, pero no es
matemático, y no porque se intente vivirlo y ponerlo en práctica todo será un
paraíso, ya que todos tenemos límites. Por eso algunos, con toda razón, pueden
decir que por más que se quiera y se intente, nunca se podrán evitar todas las
transgresiones, que siempre se cometerán y que a veces serán graves, y si somos
honestos con nosotros mismos debemos reconocer que esto es real. Entonces ¿se
debe castigar? ¿O el sistema no tiene castigos?
Don Bosco y sus primeros hijos espirituales tenían algo muy
claro: «Si es posible, no se castigue nunca». Pero es clara la expresión «Si es
posible…». Él sabe que «el castigo en ocasiones es necesario; no pertenecemos
al número de aquellos que dejan extraviar la naturaleza por tortuosos caminos.
Cuando se aparta del deber, es necesario corregirla. Lo exige la prudencia, el
ejemplo y la justicia, no con tanta frecuencia como lo parece, pero a lo menos
en determinadas circunstancias. Entonces estos castigos se inspiran en el
principio mismo del sistema: ante todo se tendrá mucho cuidado de no cerrar el corazón del joven,
de no endurecerlo, de no clausurarlo a la obra positiva de la educación.
En virtud de este principio, los castigos aplicados en las casas
salesianas, y en toda casa que haya optado por una educación preventiva,
deberán tener las cualidades siguientes: se evitarán
cuanto sea posible, no serán nunca irritantes ni humillantes, serán plenamente
racionales y obedecerán a la voz del corazón».
Podemos entender el porqué de lo difícil que puede ser vivir con
este estilo de vida, ya que implica equilibrio afectivo, espiritual y racional,
y sabemos que después de muchas jornadas de trabajo y de muchas horas en
situaciones que ponen en juego nuestra cordura, es muy difícil para nosotros
los mortales mantener incólume nuestro equilibrio en todas las situaciones.
Pero aún desde el reconocimiento y aceptación de nuestras limitaciones,
asumiendo nuestra normalidad, podemos acompañar y entender a nuestros jóvenes,
y ayudarlos permitiéndoles que razonen con nosotros las situaciones en que
juntos, ellos y nosotros, nos vemos envueltos.
Don Bosco pudo afirmar al fin de su vida que por más de medio
siglo había tratado con los jóvenes sin haber impuesto castigo de ninguna
clase. Esta expresión “sin haber impuesto castigo de ninguna clase” no debemos
tomarla como que no llamó la atención de nadie, al contrario, significa que no
necesitó del castigo del golpe – común en esos tiempos – sino que con el
ejemplo, las palabritas al oído y la insistencia en estar cerca no fueron necesarios
los golpes ni las medidas extremas contra los alumnos. Hoy diríamos no fueron
necesarios los gritos, las expresiones que avergüenzan, ni los llamados de
atención graves.
Sin duda alguna era un santo, pero no logró la efectividad de su
sistema por serlo, sino que al aceptar sus limitaciones y entendiéndolas, pudo
trabajar su tolerancia y templanza, y pudo perfeccionar su presencia y las
palabras con las que se dirigía a los jóvenes, porque también pudo entender así
las limitaciones de los muchachos. Aunque difícilmente alcanzaremos su
prestigio o su ciencia en la educación, podemos intentar los pasos que el mismo
dio, ya que él fue uno como nosotros, sólo que hizo y sostuvo su opción de amar
y educar a los muchachos a cada momento.

Hoy sus hijos debemos seguir sus huellas castigando poco y
retardando mucho la hora de la sanción. Debemos vigilar constantemente, pero
con el rabillo del ojo, de un ojo que al llegar a conocer la imprudencia
involuntaria del muchacho, se cierra sin dificultad. Recordemos lo que decía el
Santo: «eviten el castigo siempre que sea posible».
En ocasiones una penitencia, una acción reparadora es
indispensable; y entonces debemos recordar las indicaciones de nuestro padre.
«No impongan nunca, o casi nunca, castigos públicos, humillantes, de esos que
hieren las fibras vivas del alma, […] jamás impongan castigos corporales,
irritantes, denigrantes, que incitan el corazón a la rebelión…»
Cuando Juan Bosco tenía ya 65 años, revisaba por última vez las
páginas donde había condensado la esencia de su enseñanza, en esa ocasión
agregaba estos renglones: «antes de aplicar el menor castigo, estudien el grado
de culpabilidad del niño; si el hablarle basta, no usen el reto o el reproche;
si el reto es suficiente, no apliquen la sanción».
De aquí surge una regla de oro: ¡Comprender la falta! explicar lo negativo de ella, ¡que la sanción sea
acorde a la falta, que el castigo sea acorde a la responsabilidad, al grado de
malicia que acompaña el acto!
Las sanciones no deben ser todas iguales, aún cuando el hecho
sea el mismo.
«Finalmente cuando llegue la hora en que es necesario castigar,
no deben olvidar que es preferible usar ese tipo de sanciones que tan
hábilmente sabe manejar una madre; rostro afligido, palabra fría o indiferente,
ojos que se desvían, manos que se retiran; en la mayoría de los casos, esto es
más que suficiente para castigar a los niños de buen corazón, pero siempre a
condición de que hayan conseguido hacerse amar con su abnegación».
Sigue Don Bosco «para los chicos es castigo lo que se hace pasar
por tal». Los padres saben que una mirada fría y hasta distante a veces causa
mayor efecto que una cachetada. Una felicitación a quien la ha merecido, una
palabra de desaprobación a quien se descuida, se convierten con frecuencia en
una recompensa y un castigo verdadero.
En una ocasión le informaron a Don Bosco que los alumnos se
organizaban para generar un acto de indisciplina; para evitar totalmente la
tormenta dijo a sus hijos, después de las oraciones de la noche, y antes de
mandarlos a dormir con las conocidas “Buenas Noches”: «no estoy contento con
ustedes, esta noche no los hablaré, vayan a dormir». Esto debemos entenderlo
desde el gusto que producía en los muchachos ese momento breve pero cercano que
su “padre” les regalaba. Así desde el afecto, el “castigo” fue más severo,
porque habían entristecido a su padre.
Las sanciones deben discernirse. Por ello no deben tomarse
decisiones apresuradas, si la falta es grave debe tomarse el tiempo necesario
para reflexionar y discernir los pasos a seguir.
Si ocurre que el muchacho muestra intenciones de no mejorar, o
de seguir con las faltas, entonces es necesaria la sanción o el castigo, pero
no debe ser irritante, denigrante ni pesada, por el contrario razonable y
reducida a su menor expresión, pero si
se impuso, siempre debe ser cumplida.

A modo de Conclusión: El Modelo es la Familia
Se observa claro, como se puede inferir con los ejemplos que
toman al padre y a la madre, que el mérito de esta educación consiste en
reconstruir alrededor del joven un ambiente de familia. Por esto se pretende
que el educador tenga contacto frecuente con el alumno, que haya confianza
mutua, como la que tienen los padres con sus hijos, o los hermanos mayores con
los más pequeños.
Porque se busca generar un ambiente de familia, debemos tener en
cuenta y no olvidar que, como en todas las familias, el afecto no se da por
decreto sino que se construye y se sostiene con decisiones cotidianas. Al igual
que en una casa de familia, para que el ambiente sea positivo, se lo debe construir
poco a poco y con paciencia, sin perder las esperanzas. Sabiendo que todos nos
equivocamos y que seguramente nos equivocaremos otra vez, pero buscando siempre
crecer desde la comprensión y el acompañamiento.
La familia es indispensable para la maduración de cada niño, y
sabemos que su falta entorpece – o cuanto menos dificulta – el crecimiento y la
maduración de la persona. Sabemos también que en estos días la familia está
atacada por muchas mezquindades, y no podemos quedarnos de brazos cruzados. Por
ello nuestra creatividad, nuestro esfuerzo y nuestra caridad deberán
ingeniárselas para que el muchacho pueda sentirse tratado como en una familia
para que pueda dar frutos óptimos de aprendizaje, y en definitiva para que
pueda ser un Buen Cristiano y un Honesto Ciudadano.
Prof. Luis E. G. López López